Sunday, September 09, 2007

un libro puede cambiar al mundo









Muchos de los mas preciados avances intelectuales de la historia de la humanidad aparecieron inicialmente plasmados en la pluma de un solo hombre. De hecho, la gran mayoría de las ideas revolucionarias de la historia han visto la luz en un puñado de obras geniales que con el paso del tiempo la memoria colectiva va olvidando.



En 1543, Nicolás Copérnico publicó “ De revolutionibus orbis coelestium”, y comenzó las bases que terminarían desmoronando a la teoría ptolemáica vigente por más de mil años, que afirmaba erroneamente que la Tierra se encontraba situada en el centro del Universo. Fue un durísimo golpe para la Iglesia Católica y una de las principales razones por las cuales el Vaticano se defendió de los ataques intelectuales de la época creando el trístemente célebre Index Librorum Prohibitorum, o índice de libros prohíbidos, que terminaría llevando a la hoguera a varias de las mas brillantes mentes de la Historia.



En 1859, Charles Darwin daría el tiro de gracia a la concepción católica del hombre, considerado como un ser hecho a imagen y semejanza de Dios, al publicar "El origen de las especies", responsable de introducir la revolucionaria teoría de la evolución y la selección natural. Con la aparición de sólo dos obras, el ser humano se había quedado solo. No sólo había perdido su lugar central en el Universo, quedando reducido a ser sólo una mota de polvo flotando erráticamente en un universo inconmesurablemente solitario, sino que había sido reducido a ser otra especie de vida como cualquier otra, que por una afortunada y totalmente aleatoria sucesión de casualidades, había adquirido una inteligencia superior a la de las demás formas de vida de su planeta.



Un poco antes, en 1687, Isaac Newton había publicado su "Philosophiae Naturalis Principia Mathematica", en el cual había demostrado sin lugar a dudas, que la rotación de los astros en el sistema solar y en el resto del Universo, podían ser explicados por medio de la razón y las matemáticas, sin la necesidad de recurrir a misterios divinos. Newton, quien siempre fue un hombre religioso, había contribuído también inadvertidamente a la desacreditación de las concepciones religiosas como una forma válida y confiable para explicar los fenómenos de la naturaleza.



En 1905, un modesto y totalmente desconocido empleado de una oficina de patentes en Suiza -llamado Albert Einstein- publicaría dos legendarios artículos que terminarían modificando aún mas nuestra concepción de la realidad, esta vez demostrando que ni aún el tiempo era un concepto inmutable y eterno, sino que también era susceptible de ser modificado por la posición y velocidad del observador.



En el campo de la política, una obra publicada en 1513 por un modesto diplomático florentino, llamado Nicolás Maquiavelo, llamado "El Príncipe", continúa siendo hasta nuestros días el libro de cabecera de todo aquel político que aspire a alcanzar y mantener el poder. En 1651, Thomas Hobbes establecería las bases intelectuales del absolutismo, con la publicación de su "Leviatan". Y en 1690, John Locke publicaría el "Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil", que vendría a sentar las bases de la forma en que se organizarían los gobiernos parlamentarios hasta nuestros días. También sería esta la obra responsable de legimitar intelectualmente la idea de la revolución como un medio necesario para derrocar a los gobiernos tiránicos. Sin esta obra, la Revolución Francesa quiza no se habría llevado a cabo.



Una más de estas obras colosales del pensamiento humano fue publicada en 1859 por un filosofo, político y economista inglés llamado John Stuart Mill. Es un ensayo breve titulado simplemente "Sobre la Libertad". Su impacto en la forma en que vino a modificar nuestra concepción de la individualidad y los derechos de todo ser humano, es incalculable. Trístemente, su verdadero valor no ha sido aún asimilado por la gran mayoría de los sectores de la sociedad. Si así fuera, viviríamos desde hace mucho tiempo en un mundo mucho mas justo y sensato.



El espíritu del libro podría ser resumido en este simple parrafo del primer capítulo:












La única parte de la conducta de cada uno por la que él es
responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que
le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí
mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.



Mill defendió la libertad del individuo como su mas preciada posesión. Una libertad absoluta e irrestricta en lo que concierne a su propia conducta, y que podía ser limitada unicamente en el momento en el que esta comenzaba a interferir con la libertad de otro ser humano. Si se llegara a introducir este simple concepto en la conciencia de las personas, se vendrían abajo todos aquellos prejuicios que envenenenan nuestro mundo. Se vería con una claridad irrebatible, que la homofobia es errónea y contraria a la razón, puesto que ataca un modo de vida que no interfiere en absoluto con la libertad de nadie mas ni perjudica los intereses de persona alguna. ¿A quien se supone que estan perjudicando los homosexuales cuando exigen su derecho a que se acepte legalmente su unión como una institución legítima ante la sociedad? ¿No están unicamente exigiendo que se respete su libertad y sus derechos de la misma forma en que se les respeta a las personas heterosexuales? En el caso de la eutanasia ¿De que forma interfiere en la libertad y los interes de las demás personas el que una persona libre y en posesión plena de sus facultades decida terminar con su vida y su sufrimiento -como es el caso de un enfermo terminal de Cáncer- de la forma en que ella considera más digna? En el caso de la intolerancia religiosa ¿En que forma interfiere en la libertad o los intereses del fanático religioso el que su vecino profese una fé distinta a la suya o no profesé ninguna creencia religiosa en absoluto? La respuesta es simple e irrebatible: de ninguna forma. Con esta simple observación queda al descubierto que los argumentos que se esgrimen en contra de los derechos de los homosexuales y de todos los demás sectores alienados de la sociedad o en contra de la tolerancia religiosa, no son racionales, sino irracionales. No son ideas sino dogmas.



Algunos extractos más de este libro:












Todos aquellos que reciben la protección de la sociedad le
deben algo por este
beneficio. El simple hecho de vivir en sociedad impone a
cada uno una cierta
línea de conducta hacia los demás. Esta conducta
consiste, primero, en no
perjudicar los intereses de los demás, o más bien,
ciertos intereses que, sea por
una disposición legal expresa, sea por un
acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos; segundo, en tomar cada uno
su parte de los trabajos y los sacrificios necesarios para defender a la
sociedad o a sus miembros de cualquier daño o vejación. Los actos de un
individuo
pueden ser perjudiciales a los demás, o no tomar en consideración
suficiente su
bienestar, sin llegar hasta la violación de sus derechos
constituidos. El culpable
puede entonces ser castigado por la opinión con
toda justicia, aunque no lo sea
por la ley. Desde el momento en que la
conducta de una persona es perjudicial a
los intereses de otra, la sociedad
tiene el derecho de juzgarla, y la pregunta
sobre si esta intervención
favorecerá o no el bienestar general se convierte en
tema de discusión. Pero
no hay ocasión de discutir este problema cuando la
conducta de una persona no
afecta más que a sus propios intereses, o a los de los
demás en cuanto que
ellos lo quieren (siempre que se trate de personas de edad
madura y dotadas
de una inteligencia común). En tales casos debería existir
libertad
completa, legal o social, de ejecutar una acción y de afrontar las
consecuencias.






ni una persona, ni cierto número de personas,
tienen
derecho para decir a un hombre de edad madura que no conduzca su vida,
en
beneficio propio, como a él le convenga. Él es la persona más interesada
en su propio bienestar; el interés que pueda tener en ello un extraño, es
insignificante comparado con el que tiene el
interesado; el modo de
interesarse de la sociedad (excepto en lo que toca a su
conducta hacia los
demás) es fragmentario y también indirecto; mientras que,
para todo lo que
se refiere a los propios sentimientos y circunstancias, aun el
hombre o la
mujer de nivel más corriente saben, infinitamente mejor que las
personas
ajenas, a qué atenerse.






La interferencia de las sociedades para dirigir los juicios y
propósitos de un
hombre, que sólo a él importan, tiene que fundarse en
presunciones generales:
las cuales, no sólo pueden ser completamente
erróneas, sino que, aun siendo
justas, corren el riesgo de ser aplicadas
erradamente en casos individuales por las personas que no conocen más que la
superficie de los hechos. Es ésta, pues,
una zona, en la que la
individualidad tiene su adecuado campo de acción. Con
respecto a la conducta
de los hombres hacia sus semejantes, la observancia de
las reglas generales
es necesaria, a fin de que cada uno sepa lo que debe
esperar; pero, con
respecto a los intereses particulares de cada persona, la
espontaneidad
individual tiene derecho a ejercerse libremente. La sociedad
puede ofrecer e
incluso imponer al individuo ciertas consideraciones para ayudar
a su propio
juicio, algunas exhortaciones para fortificar su voluntad, pero,
después de
todo, él es juez supremo. Cuantos errores pueda cometer a pesar de
esos
consejos y advertencias, constituirán siempre un mal menor que el de
permitir a los demás que le impongan lo que ellos estiman ha de ser
beneficioso
para él.






Los llamados
deberes para con nosotros mismos no
constituyen una obligación social, a menos que las circunstancias los conviertan
en deberes para con los demás.






Existe una gran diferencia, tanto en nuestros sentimientos
como en nuestra conducta en relación a una persona, según que ella
nos
desagrade en cosas en que pensamos tenemos derecho a controlarla, o en
cosas
en que sabemos que no lo tenemos. Si nos desagrada, podemos expresar
nuestro
disgusto y también mantenernos a distancia de un ser, o de una cosa,
que nos
enfada; pero no nos sentiremos llamados por ello a hacerle la vida
insoportable.






Con respecto al daño
simplemente contingente o
"constructivo", por así decir, que una persona puede
causar a la sociedad,
sin violar ningún deber preciso hacia el público, y sin herir
de manera
visible a ningún otro individuo más que a sí mismo, la sociedad puede
y debe
soportar este inconveniente por amor de ese bien superior que es la libertad
humana.






el argumento más fuerte contra la intervención del público en
la conducta
personal es que, cuando él interviene, lo hace inadecuadamente y
fuera de
lugar. Sobre cuestiones de moralidad social o de deberes para con
los demás, la
opinión del público (es decir, la de la mayoría dominante),
aunque errónea a
menudo, tiene grandes oportunidades de acertar, ya que en
tales cuestiones el
público no hace más que juzgar sus propios intereses: es
decir, de qué manera le
afectaría un determinado tipo de conducta, si fuera
llevado a la práctica. Pero la
opinión de una tal mayoría impuesta como ley
a la minoría, cuando se trata de la
conducta personal, lo mismo puede ser
errónea que justa; pues en tales casos,
"opinión pública" significa, lo más,
la opinión de unos cuantos sobre lo que es
bueno o malo para otros; y, muy a
menudo, ni siquiera eso significa, pasando el
público con la más perfecta
indiferencia por encima del placer o la conveniencia
de aquellos cuya
conducta censura, no atendiendo más que a su exclusiva
inclinación. Existen
muchas personas que consideran como una ofensa cualquier
conducta que no les
place, teniéndola por un ultraje a sus sentimientos; como
aquel fanático
que, acusado de tratar con demasiado desprecio los sentimientos
religiosos
de los demás, respondía que eran ellos los que trataban los suyos
con
desprecio al persistir en sus abominables creencias. Pero no hay paridad
alguna
entre el sentimiento de una persona hacia su propia opinión y el de
otra que se
sienta ofendida de que tal opinión sea profesada; como tampoco
la hay entre el
deseo de un ladrón de poseer una bolsa y el deseo que su
poseedor legítimo tiene
de guardarla. Y las preferencias de una persona son
tan suyas como su opinión o su bolsa.






No es difícil probar con numerosos ejemplos que una de las
inclinaciones más
universales de la humanidad es la de extender los límites
de lo que se puede
llamar policía moral, hasta el punto de invadir las
libertades más legítimas del
individuo. Como primer ejemplo, veamos las
antipatías que muestran los hombres,
basándose en un motivo tan ligero como
la diferencia de prácticas y sobre todo de abstinencias religiosas. (...) El
ejemplo
siguiente será tomado, sin embargo, de un atentado a la libertad
cuyo peligro no
ha pasado en absoluto.Dondequiera que los puritanos han
contado con fuerza suficiente han intentado con
gran éxito suprimir las
diversiones públicas y casi todas las diversiones privadas,
particularmente
la música, el baile, el teatro, los juegos públicos o cualquier otra reunión
hecha con fines de esparcimiento.






Las máximas son: primera, que el individuo no debe cuentas a
la sociedad por sus actos, en cuanto éstos no se refieren a los intereses de
ninguna otra persona sino él mismo. El consejo, la instrucción o la persuasión,
si los demás lo consideran necesario para su propio bien, son las unicas médidas
por las cuales la sociedad puede, justificadamente, expresar el disgusto o la
desaprobación de su conducta. Segunda, que de los actos perjudiciales para los
intereses de los demás es responsable el individuo, el cual puede ser sometido a
un castigo legal o social, si la sociedad es de opinión que uno u otro es
necesario para su protección.

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